Editorial: Una tomadura de pelo
Un día, un amigo me habló de la terrible crisis que padecían los peluqueros de un lugar que no recuerdo. Habían ideado un extravagante modelo de negocio en que los clientes apenas debían pagar por pelarse una cantidad simbólica, un euro. O euro veinte. El sueldo del peluquero lo costeaban las empresas de champúes, gominas y demás potingues. ¿Qué pedían estas firmas a cambio? Pues aparentemente muy poco: que sus productos estuvieran en lugares visibles para que la clientela los conocieran y los compraran (o no) para su uso particular.